No sabría decir si estoy viva, la noche me tiene mal.
Buenos días.
Sigo parada en una esquina sin saber si puedo cruzar, los vehículos pasan y pasan, no se si cruzar.
De pronto está tu mano que me toma y me impide caminar.
“Cuidado” me dices.
Gracias, que peligroso ¿no?
“Si” respondes.
Hay como un vacío cuando uno quiere y no puede.
Es como si se congelara el momento y el tiempo retrocediera un poquito.
Ya te había sentido fragmentos antes que me tocaras, moviste levemente el aire y tarareabas una melodía así como a medias.
Ay, no se mucho de melodías, pero tu eres de esos tipos que caminan cantando y hacen que una se de vuelta a mirarlos, cuando una puede mirar por supuesto.
Ese día nada era igual, las autoridades, esas que dicen lo que se hace y punto, dictaron cambio de flujo por las calles. Era la cumbre de los presidentes.
Yo habituaba andar por una calle que iba de arriba hacia abajo, ahora ni siquiera la podía encontrar.
Era por seguridad dijeron.
Vivo siempre en el mismo espacio, todos los días igual. De la casa al centro y vice versa, recorro siempre las mismas pero ese día no funcionaba mi mapa interno. No estaban donde se suponía que debían estar, los sonidos no eran los mismos. No los sentía en el mismo lugar y no provenían de su sitio habitual.
La rutina te opaca, pierdes tu capacidad de improvisar.
No sabía por donde ir, en eso estaba y ahí llegaste tú. Había decidido por fin cruzar a ver si podía corregir el error oficial. “Ten cuidado”. Me tomaste y de un tirón me devolviste a la vereda, sino me arrasan.
Todo eso por lo de la seguridad, eso no pasa a cada rato, menos mal, sería un infierno. Nadie sabría por donde ir, ni siquiera tú, que cantas mientras caminas.
Me ayudaste a recuperarme del susto, “¿A donde vas?”. Me dijiste.
Quiero llegar a mi casa.
“Por aquí, no es” te reíste burlón.
¡Déjame! No mejor llévame a pasear.
Así fue como empezó.
Supuse que no eras tan joven, pero no estuve segura hasta que tomaste mi mano y sentí tu piel levemente apergaminada. No era arrugada, pero no tenía la textura de una mano a los veinte años.
Salimos tomados y a mi me pareció que veía, probablemente a través de ti.
Así anduvimos un buen rato en silencio, la bulla del centro se fue apaciguando y de pronto, a lo lejos apareció el río.
Me gusta el río, tiene esa paz vieja que trae el agua por más sucia que esté.
Suena lindo dije, tu no respondiste por un buen rato, solo apretabas mi mano un poco más fuerte que al principio.
“Si nos diera de beber”. Salio de tu boca.
¿Sabes nadar? Yo nunca aprendí, decían que las niñas ciegas no nadan, solo sirven para sentarlas en un rincón del patio y mirarlas cada cierto rato. Además se las puede llevar el agua si las pilla desprevenidas y ahí no hay nada que hacer. Se fue la niña, se fue.
Sonreíste, sentí como cambió la tensión alrededor de tu boca.
Siempre he sabido reconocer a alguien cuando sonríe, cambia la respiración. Hay un pequeño tropiezo y luego sigue como si nada.
Cuando pequeña me gustaba ir con mi padre a la plaza, me distraía sintiendo sonrisas por todas partes. Es como una leve caricia, nada sensual, suave y dulce. Un caramelo fugaz.
Cruzamos un puente muy largo me pareció, pero más bien fue nuestro paso lento que indujo a la ilusión.
Nos detuvimos al otro lado, habíamos dejado atrás parte de la ciudad, esa que no descansa. Te paraste frente a mí y suavemente guiaste mi mano en el recorrido de tu rostro.
Que flaco eres, barbilla prominente, labios delgados, pómulos afilados, ojos pequeños, calvicie incipiente. No llevabas gorro a pesar del frío.
Me dio calor recorrerte y fue como leer un libro de 1000 páginas en un segundo.
Tu boca rozo suavemente mi dedo índice y lo besó.
“Me llamo Raúl.”
Yo soy Colombina.
Sentí como desde adentro el corazón latía, no a galope pero de a poco cada vez más fuerte. Tú me mirabas en silencio, yo lo sabía, no apartabas tus ojos de los míos. No podía hacer lo mismo, nunca he sabido para donde se mueven, lo hacen como quieren y según los caprichos del día.
Debe haber sido divertido mirarme a los ojos y no saber a cual de los dos seguir.
Me empiné y toqué muy suavemente tu boca con la mía. Eres mucho más alto que yo, pensé. Bajé y esperé. Tus brazos me acercaron a ti y luego sentí como respirabas dentro de mi boca, no era la primera vez que besaba pero esto era como una tormenta de lluvia, viento y luces de colores.
Estuvimos abrazados largo rato. Así, sin saber que decir.
Solos, completamente solos.
Un año después vivíamos en esa casita de papel, tú trabajabas vendiendo lo que nosotros mismos plantábamos en el patio. Salías a recorrer el barrio gritando los productos, así fue como pasó otro año completo.
Juntamos algo de dinero y compramos una gran cama de madera. Ahí pasábamos largas tardes de verano haciendo el amor. Nos levantábamos solo a comer algo o a tomar agua. El calor de ese verano hizo confundir el tiempo, no teníamos idea de la hora, ni el día, ni la noche, nada importó. Solo corrían los besos, las caricias subterráneas, tu cuerpo en el mío. Comenzaba despacito, nos buscábamos por la casa, rondeándonos. Tú me mirabas y yo sentía como ardía mi piel en el foco de tu mirada. Después venias con tus manos grandes y me quitabas la ropa lentamente, prenda por prenda. Yo no me movía, tu lengua recorría cada milímetro de mi cuerpo. Estoy segura de que fue cada milímetro.
Mi cara ardía, se me hinchaba la boca. Tú seguías vestido. Me dejaba caer en la cama con las piernas abiertas, leías mis deseos. Yo no me daba cuenta pero de pronto estabas desnudo sobre mí penetrándome. Que bien me hacia tu amor.
Nunca ví más que en ese año, era como si me prestaras tus ojos y yo me los calzara en la cuenca para ver. Sentí colores, formas, me llevabas desnuda a recorrer la casa y me mostrabas las cosas, la mesa, la silla, el sillón, la radio y por ahí rodábamos nuevamente por el suelo para perdernos por un rato en un coito perfecto. En las tardes llenabas la tina de agua y me sumergías como a un pececito multicolor y con tus manos de espuma me lavabas la piel y el alma. Nos dejábamos querer, yo más que tú sin duda, era muy consentida.
Recuerdo una noche de lluvia veraniega que insistí en salir a mirar la luna, así desnudos. Tomaste mi mano como la primera noche, abriste la puerta y salimos a la calle. Caminamos hasta la esquina.
Una tarde de abril esas que usan chaleco, nos despedimos en la puerta y me encontré sola en una casa vacía. Me dio frío, mucho frío, miedo también. Salí a buscarte, te llamé pero ya te habías ido. Volví a la casa, me la sabía de memoria pero ese día, como el primer día nada estaba en su lugar. Me golpee las piernas, choque con las puertas, no pude abrir la ventana por que ya no estaba donde la había dejado. Me senté en el pedazo de suelo que encontré bajo mío y lloré. No me atreví a levantarme ni siquiera al baño, oriné el suelo. Volviste tarde esa noche, no te llamó la atención encontrar la luz apagada, yo nunca la prendía.
“¿Que pasó, que haces ahí?”
Nos perdí, nos perdí.
Me recogiste y como en las noches de verano, llenaste la tina de agua, me desnudaste, lavaste mi cuerpo y curaste mis heridas. Todo había vuelto a ser como antes. Los lugares habían vuelto a su lugar.
Es raro perder, se necesita paciencia para darse cuenta. Al principio parece un engaño, una sutileza. Con el tiempo viene incrédula la certeza de que algo pasa, pero todavía no estamos dispuestos a reconocer lo sucedido. Más tarde, demasiado tarde constatamos lo irremediable, algo de lo más preciado se ha ido y dejó en su lugar un gran hoyo lleno de escombros.
Un intento desesperado se bate entre la vida y la muerte pero nunca gana.
Seguí perdiéndome y cada vez más. Como en una rutina, era de todos los días. Bastaba con que salieras de la habitación para que como en un mal sueño hasta la cama se volviera contra mí haciéndome caer, tropezar, golpearme los dedos.
Me ví depender por completo y sin piedad de tu presencia.
Era perderse por completo, todo y nada.
Intenté disimular lo que pasaba.
“Voy saliendo”
No para, es que.. yo..no sé.
Quería detenerte, el miedo era feroz. Tu presencia se tornó en algo de vida o muerte, me hacia la enferma, provocándome vómitos o fingiendo un desmayo.
Estoy esperando un hijo.
“Verdad.” Me abrazaste tan fuerte que casi me ahogas.
Me arrepentí de inmediato, imaginaba tu cara de felicidad mientras planeabas nombres, rostros, fechas, géneros. Mi vientre nunca creció. Al cabo de cuatro meses dije la verdad.
“No puede ser”.
Pero si era, todo un engaño. Nació de la desesperación, en esos meses no me dejaste sola ni un solo día, dichosa de mí.
En el tiempo siguiente me fuiste abandonando cada vez más, el silencio era total. No pasó mucho tiempo y comencé a pensar que intencionalmente me dejabas caer al vació como una horrible venganza. Sentir que me dabas la espalda se transformó en un gatillo de pánico.
En esa época dejé de ver para siempre.
Tus ojos se fueron perdiendo lentamente hasta quedar completamente a oscuras. Nunca me perdonaste.
Espere eternidades tu regreso, perdóname.
“No hay nada que perdonar”
Y así fue, no volví a ver.
Un día todo terminó.
Me habías dejado sola una vez más, me obsesionaba la idea de que lo hacías con intención. La espera fue larga, no me moví un ápice del lugar en que te despedí. Cuando por fin llegaste yo dormía hecha un ovillo en el piso, no me recogiste, pasaste de largo, directo a la cocina. Dejaste correr el agua y bebiste. Me levanté lentamente y te seguí. El cuchillo lo había tenido toda la tarde escondido entre mis piernas.
Sin vacilar te rebané el cuello por detrás, emitiste un ruido gutural y caíste. El suelo se ensangrentó a borbotones, te sacudiste por última vez y moriste. No te pude ver, nací ciega, no se realmente lo que son los colores. Solo conozco las palabras. No se palpan, las otras cosas sí.
Te enterré como pude en el patio, adiós amor. Nadie preguntó.
La noche me tiene triste, parece que ya morí.