No dijo nada cuando abrí la puerta, y simplemente entré como si viniera de recién haber salido a tomar el aire en el patio. El brillo de sus ojos cambió solo por un brevísimo instante al levantar la vista y verme a contraluz parado en el umbral de la puerta.
No había cambiado prácticamente nada, todo estaba en su antiguo lugar, el sillón de cuero falso en que solía dormir la siesta dominical, estaba en el mismo lugar en que lo dejé el día en que salí sin dar más explicaciones que un escueto voy y vuelvo.
Eso si que el cojín que usaba para apoyar la cabeza cuando me tendía por horas a leer hasta la última noticia del diario, había desaparecido. Era redondo, con unas finas rayas verdes que a primera vista no se distinguían con facilidad del fondo azul y algo seboso del objeto.
Ella no se inmutó y se levantó del sillón en que estaba acomodada viendo la comedia de media tarde, era su costumbre ver esas producciones caribeñas, groseramente sobreactuadas y llenas de diálogos repetitivos; que sonaban más menos así: “El ha muerto, no, eso no puede ser, pero si te digo que murió anoche, anoche? ha muerto, dios mío, si ha muerto, pobre de su mujer y sus hijos…” Se podían pasar fácilmente 15 minutos en esa conversación absurda, que iba subiendo de tono hasta que los protagonistas terminaban abrazados llorando a grito pelado la muerte de ese pobre cristiano que había muerto el día de ayer.
No tardó en volver con una bandeja en que traía una panera con dos marraquetas, 3 rebanadas de queso gouda, ese que el almacenero decía que era alemán y que tenía más sabor a papa que a queso, y una rebanada, siempre demasiado gruesa de jamón pierna acaramelado. El té lo traía a parte, de hoja con mucha canela, lo más delicioso de la casa.
Nos sentamos y comimos, me miró con esos ojos claros de toda la vida, como preguntando, donde estuviste todos estos años? No había ansiedad ni reproche en su mirada, solo la más genuina y tierna curiosidad que jamás había visto plantarse ante mi.
Yo la miraba intentando atravesar ese brillo palpitante y entrar a su mente siempre clara y cargada de una honestidad palpable pero invisible a la vez.
Detrás de sus ojos pude ver las llamas del infierno que provocó mi ausencia y el dolor indescriptible que padeció. No dijo ni una sola palabra cuando se paró a darme un beso, como siempre lo hacía antes de salir a visitar a la comadre. Salió y dejó la puerta entreabierta, que movida por la fuerza de gravedad se aventuró en un chirrido a cerrarse un poquito más. La perdí de vista rápidamente. Su silueta a contraluz se fundió con el paisaje desértico que ofrecía nuestro barrio de gente pobre, sin árboles, de casas apiñadas unas al lado de las otras y una luz que rebotaba despiadadamente en el pavimento que hacía a su vez de espejo de una realidad enceguecedora.