moscú se veía como un lejano y borroso holograma a punto de desaparecer y fue justamente esa ilusión la que se transformó en el último error de mi vida.
había llegado a londres bajo falsa identidad luego de salvar ileso de las amenazas de muerte que por poco se transforman en muerte concreta por parte de los hombres que tanto se incomodaron con mis muchas preguntas. había investigado a fondo el caso de anna, la periodista acribillada a la salida del ascensor en el edificio donde arrendaba un departamento. todo esto, el invierno pasado.
a nadie le gustó que me metiera tanto, pero ese era mi trabajo, meter las narices donde no debo y lo debí haber hecho demasiado bien, parece.
por eso estoy ahora aquí, en este hotel 3 estrellas, de esos que parecen elegantes y caros, pero son solo caros.
antes de salir de Moscú me dijeron que esperara instrucciones y en eso estoy.
ya son las cinco de la tarde, no me queda ni un poro seco, ni paciencia. mi inseparable makarova 9,2 mm reposa en mi mano izquierda, uso modelo espacial para zurdos.
de pronto golpean la puerta, el botones con su traje roñoso y sutilmente azumagado me entrega un pequeño sobre sellado.
en 45 minutos en el café albion a un par de cuadras del hyde park, eso dice el papel.
me puse el abrigo y salí. londres tiene un clima de no soportar. en moscú al menos el frío tiene estilo, es frío, nieve, luz moscovita, no hay como la luz moscovita. acá es solo frío y una llovizna que te cala los huesos y que pareciera venir de adentro de uno.
me senté y pedí un té sin leche ni azúcar.
habían escogido cuidadosamente el lugar, no muy céntrico, no muy oculto, no muy fino, no muy pobre. perfectamente disimulable, con música de supermercado de fondo. respiré profundo, probé mi té, no estaba exactamente rico, pero dada las circunstancias, era más que suficiente. a la hora indicada llegaron dos hombres vestidos tal como uno se imagina a un agente del servicio de su majestad. me entregaron un sobre sin decir una palabra. lo abrí, leí su contenido y salí rumbo al hotel a cumplir las instrucciones.
llegué bañado en un sudor frío y extrañamente pegajoso, con una tenue reminiscencia a la cebolla frita de anoche. pasé rápidamente la llave en la recepción, abrí la puerta de mi habitación y un chorro de vómito verde salió disparado de mi boca, caí sobre la alfombra y un olor insoportable a fecas invadió la pequeña y mal decorada habitación.
no fue fácil arrastrarse embadurnado en mierda fresca hasta el baño e intentar limpiar la inmundicia que había dejado. llené la tina de agua y un picor me atravesó el cuerpo e hizo rascarme hasta dejar la carne viva. después de eso por fin dormí sumergido en un charco de transpiración subtropical.
al otro día me sentía espléndido, como recién nacido. dediqué los siguientes dos días a recorrer disimuladamente los museos.
en el museo británico donde casi todo lo que se ve es robado, frente a la piedra de la roseta, me despejé el mechón de pelo rubio que me cubría la frente y lo vi caer en cámara lenta e íntegramente al piso. me pasé la mano por la cabeza y la tuve que esconder en el bolsillo para disimular el puñado de pelo que quedó enredado entre mis dedos. de nuevo el sudor me empapó, y apareció ese tenue aroma a cebolla frita, pero esta vez además emanaba un fuerte olor a orín y baño público. tambalee, pensé que se me rebanaban las piernas y se transformaban en un salame. un guardia se acercó para auxiliarme, lo hice un lado y salí como perseguido por un demonio y su mirada dulce de ángel caído.
hui a tumbos del museo. en el taxi vomité dos o tres veces, el chofer se ofreció a llevarme a un hospital, pero le inventé el clásico fish and chips del almuerzo.
logré subir a mi habitación y la fiebre me agarró como una amante enardecida, dispuesta a hacerme ver estrellas, rasgarme la ropa y un temblor convulsivo me sacudió en el piso. mi boca se inundó de ese sabor metálico que es el inconfundible aroma de la sangre fresca, solo que en esta oportunidad se tornaba minuto a minuto más pútrido. tocaron la puerta, no estaba en condiciones de abrir y a duras penas me logré acercar. manotee, escupí una sangre que ya se tornaba negra. mi cara hinchada develaba el final cercano.
un pequeño sobre rojo se coló por debajo de la puerta, mientras yo escuchaba alejarse los tacos de la mujer que lo trajo. lo tomé con las dos manos y tendido sobre la espalda en una casi milagrosa tregua que me daba la fiebre, lo abrí.
el papel traía escrito con pluma caligráfica y tinta negra un extraño numero y una sola palabra letal.
polonio 210.